martes, 18 de noviembre de 2014

El Papa que perdimos

El Papa que perdimos
El pasado 23 de agosto de 2014, hizo exactamente ochenta años que nació Mons. Carlos Amigo Vallejo, cardenal emérito de la Archidiócesis de Sevilla. Según el reordenamiento de las normas del cónclave llevadas a cabo por Juan Pablo II en 1996, con su cumpleaños, pierde el derecho de ser elegido y elegir al Romano Pontífice. Durante el cónclave de 2005 tuve la ocasión de comprobar como los reputados vaticanistas del diario La Repubblica le otorgaban un número nueve en la lista de papables: su vinculación con América Latina, su conocimiento del Islam o su carácter aperturista fueron algunos de los méritos atribuidos. No obstante, quisiera aprovechar la ocasión para desbrozar un perfil de su personalidad como pastor desde las que, a mi entender, han sido las líneas maestras de su ministerio episcopal hasta hoy.
Cada Papa tiene sus propios criterios para el nombramiento de obispos. Pues bien, Mons. Amigo es un obispo de Pablo VI. Para comprender de un modo adecuado su impronta pastoral, sería necesario tener presente el conjunto del Magisterio del Papa Montini y, sobre todo, la Evangelii nuntiandi (1975). Quizás por ello, la fidelidad eclesial y un apostolado en clave de salida y encuentro con el mundo han sido las hebras que trenzaron una misma realidad en su ministerio. Un ministerio ya marcado biográficamente por los valores religiosos y humanos de su familia y, desde luego, por su vocación franciscana.
Como consecuencia, la divisa de su episcopado se ha distinguido por el espíritu de diálogo interreligioso y social, así como por apuntar a un claro horizonte evangelizador y misionero. Su compromiso con el respeto a los Derechos Humanos le embarca en fuertes denuncias y tomas de postura frente a las injusticias, desigualdades, silenciamiento de las minorías y, en definitiva, todo lo que se ha venido a designar en el extenso Magisterio social de la Iglesia como “estructuras de pecado”. Su condición de hombre libre, le mueve al absoluto respeto de la libertad de todos, desterrando de su entorno la crítica o cualquier forma de discriminación o violencia contra lo diverso. Cuando es elogiado, calla; cuando es cuestionado, también. Jamás ha levantado el teléfono empleando su autoridad para silenciar bocas o mitigar críticas. Esa libertad expresa también el amor a una Iglesia necesariamente plural, enriquecida por sensibilidades y carismas distintos. Personalmente, como teólogo, valoro en él su distinción entre Magisterio y teología, sin obviar jamás el respeto y la recíproca relación que deben mantener. Si no fuera así, se diluiría la libertad de opinión y –como advierte el Papa Francisco– se correría el riesgo de gastar demasiadas energías en controlar a los demás en vez de facilitarles el acceso a la gracia. Quizás por eso todos los ámbitos diocesanos de formación y reflexión gozan a su amparo de una libertad que ayuda siempre a conocer y amar más a la Iglesia, así como a poder dar mejores razones de nuestra esperanza. Es cierto que donde hay libertad hay abusos, pero donde no hay libertad no se puede vivir el Evangelio. Para el cardenal esto es así de sencillo.
Eso sí, en su doctrina Amigo Vallejo ha sido fiel al Papa y siempre leal al Magisterio de la Iglesia. Pero leal sin fisuras. Sus dotes de comunicador le ayudan a explicar en positivo y de modo inteligible lo que otros sólo transmiten con negativas y gestos adustos. Ante pronunciamientos eclesiales controvertidos, todos esperábamos las palabras de D. Carlos al respecto. Entonces encontrábamos un camino para anunciar con alegría lo que antes había podido ser un motivo de confusión o desaliento.
Otra característica de su ministerio radica en el extraordinario protagonismo que confía a los laicos. La Delegación sevillana de Apostolado Seglar es hoy un referente nacional en numerosas facetas. Escucha a los laicos y se ha rodeado siempre de ellos en el Consejo Diocesano de Pastoral, vela por su formación y acceso a los ministerios laicales, incluso les confía la dirección de algunas Delegaciones Diocesanas. Son sus amigos, y los visita en sus hogares, les bautiza a los hijos o les casa a los nietos. Pero también les encomienda a ellos, por activa y por pasiva, anunciar valientemente a Cristo a través de la cultura, los mass media, el mundo académico y el ámbito laboral. Les pide que abanderen la defensa de la familia y de la vida o el compromiso con la justicia a través de colegios profesionales, ONG´s, plataformas sociales, sindicatos, partidos políticos… siempre como cristianos, proponiendo desde el respeto y generando vínculos sinceros de amistad y franca colaboración en la búsqueda del bien común.
A todo ello añadió su apuesta por el poder evangelizador de la religiosidad popular. Mientras que muchos la consideraban una mera preparación al verdadero anuncio del Evangelio, nuestro cardenal ha encontrado siempre en la piedad del pueblo un camino de santidad para sus devotos y una poderosa aliada en frentes, a menudo,  impracticables. D. Carlos es, sin duda, un obispo en medio de su pueblo. Ni élites ni periferias: para todos. Obispo de mañanas en la cárcel y tardes de brillantes conferencias en el Ateneo; días de visita pastoral entre curas obreros y, poco después, momentos de funciones principales de hermandad; obispo de Hermanas de la Cruz y nuevos movimientos; obispo de visitas a la residencia sacerdotal y transeúnte lleno de lodo por las calles inundadas de Écija; obispo de cientos de miles de kilómetros entre los pueblos más alejados de la capital, con curvas inclementes. Lo mismo lo esperan ansiosos en el Círculo Mercantil que hacen cola los calés para felicitarle por su cardenalato. Él mismo es una buena noticia que ocupaba casi a diario varias páginas de periódicos y continúa siendo líder de audiencia cuando lo entrevistan en los programas más dispares. No es que se parezca al Papa Francisco, es que los dos son obispos que han tenido que caminar mucho trecho solos.
Entre otras muchas facetas, concluyo destacando la de su entrega sin reservas. El cardenal no quiere reservarse. Hoy todo el mundo se reserva para algo que considera importante sin vivir la vida que Dios nos da y quiere que compartamos. Durante unas confirmaciones en mi parroquia, el cardenal pasó discretamente a la sacristía y, cuando entré detrás de él, le encontré desmayado en el suelo. Había consagrado el día antes un templo en Valladolid, llegó de madrugada a Madrid, luego estuvo todo el día en la plenaria de la Conferencia Episcopal, había regresado hacía poco a Sevilla y se vistió con las mejores galas para estar junto a unos jóvenes a casi cien kilómetros de la capital. Estaba exhausto. Cuando llegaron los médicos le amonestaron por su sobrecarga de trabajo mientras él sonreía a pesar de que no podía ni incorporarse. Cuando terminaron les dijo: “Si hoy me hubiera muerto solo en palacio por quererme reservar, nada tendría sentido; pero si hoy tuviera que morirme aquí, con mi pueblo, todo tendría sentido”. Yo, desde entonces, le doy gracias a Dios por cada año de vida del gran Papa que perdimos.
Luis Joaquín REBOLO GONZÁLEZ,
Sacerdote y doctor en Sagrada Teología

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